En plena era de la sobreinformación y la saturación de imágenes violentas que nos asaltan por doquier, la iconografía de la guerra se ha reducido al mero impacto. La confrontación entre humanos nos llega hoy desprovista de información y de contexto. En este ciclo de mesas redondas reflexionaremos sobre como conviven la fotografía, el documental y el cine actuales con este caos narrativo.
Desde que existen las guerras, la humanidad ha tratado de plasmarlas a través de la palabra escrita o el dibujo. La muerte, y en este caso la muerte masiva y violenta, produce siempre un gran interés en el ser humano, embarcado en la incertidumbre vital y angustiosa sobre su propio destino. Las imágenes de la guerra nos provocan dolor o empatía con el que sufre; pero, en el fondo, lo que destapan del todo es nuestro propio miedo.
A partir del siglo XX fueron la fotografía, la televisión y el cine los que tomaron el relevo a la hora de relatar la guerra, impulsados por la llegada de los medios de comunicación de masas y su impacto en la creación de la opinión pública. El pueblo comenzó a participar en las decisiones políticas sobre ir o no a la guerra, en el acto de matar. Para gobiernos y grupos de poder, la imagen se convirtió entonces en la herramienta esencial -casi única- para ayudar a justificar sus aventuras bélicas. Sabían que la iconografía del desastre deja grandes huellas subliminales en nuestro subconsciente. El éxito político de la guerra comenzó a venderse en directo e incluso con acciones militares que coincidían con la hora del telediario.
En este siglo XXI, la iconografía de la guerra se ha reducido a un flash. La imagen/icono del desastre aparece y desaparece a gran velocidad en las redes sociales, convertidas en un mero catálogo de “diferentes posibles formas de morir”. Son simples postales, imágenes caducas y efímeras de una realidad más parecida a una serie o película de ficción. Podríamos observarlas desde fuera en nuestras retinas indiferentes y cansadas, sabiendo que no van más allá, que no penetrarán en el cerebro ni la procesará nuestra razón. No aportan comprensión, continuidad ni explicación complementaria de lo que realmente está ocurriendo detrás.
¿Qué provoca esa nueva iconografía del desastre en nuestro cuerpo, en nuestra mente o voluntad? ¿Genera una empatía razonable y humana, o asco y, por lo tanto, rechazo? ¿O nada de todo eso? ¿Tal vez indiferencia y cansancio? Quizás pasamos, sin pensar, al desapego rutinario de los desastres ajenos; o quizás también una imagen nos despierta y nos levanta del sillón.
Con este panorama, ¿qué hacen la fotografía, el documental y el cine actuales para convivir con el caos narrativo de la sobreinformación y la saturación?
Este ciclo aborda este asunto desde tres perspectivas: en la primera mesa hablaremos de la controvertida fotografía de impacto o “pornoguerra”, la necesidad o no de llenar las pantallas y periódicos con imágenes violentas que muestran la cruda realidad sin tapujos ni censura con el supuesto objetivo de mover conciencias o de buscar audiencias. La segunda mesa se sumerge en la búsqueda del relato a través de los malvados, cuando los directores rechazan el testimonio de la víctima y eligen contar la muerte a través de los perpetradores: verdugos, asesinos o kamikazes. Y por último, el cine documental llamado de “contrapropaganda” o cine-activismo, que trata de contar historias para hacer aquello que siempre ha hecho el buen periodismo: perseguir o destapar tramas corruptas, arrojar luz sobre crímenes de guerra o simplemente aportar un mensaje distinto al “mensaje único”.
Comisariado por: Mayte Carrasco, reportera de guerra y escritora.
En paralelo a estas mesas redondas y proyecciones, se desarrolla el Ciclo de cine (Anti)bélico.